martes, mayo 15, 2007

Esparza Torres: "El Rey abre el debate sobre sí mismo (sin querer)"

Hay en la vida lo que podríamos llamar el “efecto alcayata”, que los dibujantes de tebeo conocen bien. El inquilino del quinto, martillo en mano, se dispone a clavar una alcayata en la pared. Imaginemos que para colgar el retrato del abuelo, un suponer. Basta un martillazo; incluso uno muy leve. Acto seguido, la pared cruje en una enorme grieta, se caen los muros, se derrumban los suelos, todo el edificio se desmorona con estrépito. En la última viñeta se ven los ojos del inquilino, mirando estupefactos entre una nube de polvo. Y eso que sólo era una alcayata.

Por supuesto, antes de la alcayata habían pasado otras cosas: nadie dio importancia a aquellas goteras –quizá porque era mejor vivir con goteras que quedarse sin techo-, no se dio aviso cuando aparecieron unas feas grietas en la fachada… Así se gestó la aluminosis. Al final, el edificio enteró se desmoronó –por la alcayata del vecino del quinto.

Lo que le ha pasado al Rey el otro día, en la sede de la Guardia Civil, es el ejemplo mismo del “efecto alcayata”. En realidad no era nada importante. ¿Un acuerdo decisivo para la pacificación de Irlanda? Pues muy bien, ¿no? “Hay que intentarlo”. ¡Ah! Hombre, hombre, qué bonito: palabra por palabra, lo mismo que dicen los voceros del Gobierno para justificar su penosa sumisión a la estrategia política de ETA. Y ahí ese Rey que, rápido, intenta sacar la pata, y cuando le preguntan por la comparación, contesta: “No es lo mismo”. No, claro, pero la pierna regia ya estaba llena de barro gubernamental. Y buena prisa se dieron las antenas del Zapaterismo en difundir la buena nueva: el Rey, con el “proceso”. O sea, la alcayata.

Ha dicho Alcaraz, el de las Víctimas del Terrorismo, que las palabras del Rey se han sacado de contexto. Es verdad. Pero un Rey debería saber que sus palabras siempre se sacarán de contexto –porque el contexto es el propio Rey. Sobre todo si tenemos en cuenta que, desde que empezó el baile de ETA y ZP, el Rey no ha dicho ni mu, ni en un sentido ni en otro, e incluso se le ha podido reprochar –con justicia- su silencio ante una situación que buena parte de los españoles juzga extraordinariamente preocupante. Las víctimas no lo dicen porque son muy educadas, pero los hay que se duelen de que la Real casa sólo se acuerde de ellas en los entierros. Y los amenazados tampoco lo admiten en público, pero en privado te confiesan que les fastidia mucho ver cómo el Rey siempre está dispuesto a abrazarse a Ibarreche o al primer esquerrista que aparezca por la Zarzuela, mientras que las expresiones de Su Majestad siempre resultan menos efusivas cuando se trata de abrazar a los del propio lado.

Todas estas cosas, extendidas a lo largo del tiempo, han ido dándole a nuestra Corona una imagen singular. Al Rey de España se le ha reprochado que es “el Rey de la izquierda”. Si no recuerdo mal, eso se atrevió a publicarlo por primera vez mi amiga Maite Alfageme en Época y, al hacerlo, puso en negro sobre blanco lo que mucha gente no osaba decir. En la derecha española ha ido creciendo lentamente un sordo recelo hacia la Corona. Eso tomó aún más cuerpo durante el aznarato, cuando la frialdad regia hacia el presidente del Gobierno alcanzó temperaturas siberianas; temperaturas que contrastaban violentamente con la calidez que siempre se le ha visto al Rey para con Felipe González, Jordi Pujol o, más recientemente, la gente de la zapateridad.

¿Una simple cuestión de simpatía? Bueno, es mucho más que eso. Alfonso XIII tuvo que bajarse del trono porque la izquierda y los secesionistas catalanes le mordían las canillas con inhumana ferocidad. Es normal que su nieto haya querido eludir un destino parecido. Máxime en el caso de un Rey literalmente puesto ahí por el general que venció en guerra civil a los enemigos de la Corona. A los de la derecha, después de todo, el Rey los tenía ganados: la derecha española era monárquica por definición; no así la izquierda. Por otra parte, en ningún lado está escrito que la Corona deba limitar su instinto de supervivencia. ¿Acaso no hemos visto sesudos ejercicios que garantizarían la permanencia de la Corona incluso en una España disuelta al modo de la Commonwealth, como el célebre modelo de Herrero de Miñón? O sea que el Rey ha podido tener razones objetivas para andar más sobre un pie que sobre otro. Pudo ser un buen cálculo. Pero, mientras tanto, crecía la aluminosis.

La izquierda española siempre ha mantenido hacia la Corona una ambigüedad explícita: intelectualmente somos republicanos –nos dicen-, pero, en la práctica, aceptamos la Corona si nos permite desarrollar nuestro programa. ¿Reconfortante? Sólo en apariencia: eso quiere decir que si no pueden aplicar su programa, acabarán con la Corona. Es llamativo que nadie haya subrayado el chantaje implícito en este planteamiento. Frente a eso, la derecha nunca ha hecho otra cosa que cuadrarse, taconear y agachar la cabeza ante el cetro, ritual en el que nadie le negará una maestría casi coreográfica. Para la derecha –y eso desde bastante antes de que muriera Franco-, la forma natural de entender el orden era la monarquía, tanto intelectualmente como en la práctica; antes, sin Constitución, y después, con ella. O sea que la monarquía pensó que no necesitaba a la derecha. Así la balanza se ha inclinado siempre de un solo lado. Hay mucha gente dispuesta a declarar que ese es el estado óptimo de las cosas. Pero no deja de ser un penoso desequilibrio.

Ahora la cuestión es que la derecha –más precisamente: buena parte de la derecha que no teme decir su nombre- ya no encuentra razones para ser monárquica, ni intelectualmente ni en la práctica. Intelectualmente, porque lo que justificaba a la Corona era la tradición política española y su identificación con la unidad nacional, pero hoy todo eso se agrieta sin que la Corona haga nada visible. Y en la práctica, porque lo que daba razón del papel de la monarquía era su calidad de poder moderador, pero hoy es patente que el Rey no modera nada –al revés: pone alcayatas.

Digámoslo en toda su crudeza: para una generación nueva de la derecha española, una generación que ya no es franquista, ni siquiera posfranquista, la Corona ha dejado de formar parte de la propia identidad política. A nadie se le hará un favor ocultando la evidencia.

Ese imprudente golpe en la alcayata…

(El viejo carlista me recibió en el porche del caserío. La mirada se le perdía en los valles nevados, ayer tierra recobrada, hoy tierra traicionada. Entonces, con un asomo de sorna, me espetó: “Hace generaciones que esta familia muere en el exilio a razón de uno sí, el siguiente no, el siguiente sí…”. Pero la Historia nunca obedece a pautas tan regulares, ¿verdad?).



El Manifiesto

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