Una Juez valiente
Por Iván Jiménez-Aybar *
“Créame, la peor desgracia que podría ocurrirle a un magistrado, sería la de enfermar de ese terrible morbo de los burócratas que se llama el conformismo. Es una enfermedad mental, similar a la agorafobia: el terror de su propia independencia”. Esto es lo que en cierta ocasión le dijo un anciano magistrado a Piero Calamandrei, el reputado abogado italiano experto en Derecho procesal fallecido a mediados del pasado siglo. Y así lo reflejó el florentino en su maravillosa obra “Elogio de los jueces escrito por un abogado”.
Sin lugar a dudas, la ya famosa “juez de Denia” no padece tal enfermedad. Se llama Laura Alabau y es una juez valiente. ¿La recuerdan? Su nombre saltó a los medios de comunicación en el mes de julio cuando promovió una cuestión de inconstitucionalidad respecto a la ley que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo, dejando además en suspenso el expediente matrimonial de dos mujeres que solicitaron casarse. Y, como no podía ser de otra manera, desde diversos sectores sociales que dormitan al calor de la hoguera del partido en el poder se le dijo de todo menos hermosa. Abrieron el fuego desde el propio Ministerio de Justicia, secundados por no pocos miembros de la carrera judicial que muy enfurecidos afirmaban que los jueces del Registro Civil ejercen una función meramente administrativa y carecen por tanto de legitimación para promover cuestiones de esta índole. Tampoco faltaron quienes dijeron que un juez, en cuanto funcionario público, nada tiene –ni puede‑ que objetar en relación a la aplicación de una ley aprobada en Cortes. Y, pegando el tiro de gracia, algunos representantes del colectivo homosexual le colgaron sin piedad el cartel de “homófoba”, sambenito éste que adjudican tan alegre como injustamente a todo aquél que osa posicionarse en contra de esta ley, incluso ahora que ya ha entrado en vigor.
Permítanme que obvie las disquisiciones técnicas acerca de si plantear una cuestión de inconstitucionalidad entra dentro del ámbito de competencias de un juez del Registro Civil. A los ciudadanos de a pie lo que nos interesa es que alguien nos diga por qué se pretende hacer callar a Laura Alabau, lanzando además un mensaje –en forma de aviso para navegantes‑ a cualquier juez que en el futuro le dé por seguir sus pasos. ¿No les bastó con ignorar al Consejo General del Poder Judicial, al Consejo de Estado o a la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación cuando avisaron de que el Proyecto de ley de matrimonio homosexual era de dudosa constitucionalidad? Y, ¿no fue suficiente con acallar las voces de cientos de miles de personas que se manifestaron por las calles de nuestro país en contra de una norma que atenta gravemente los derechos de la familia? A la luz de los hechos, nada de lo anterior colmó una insaciable voluntad de, en primera instancia, imponer a cualquier precio su aprobación, y, a posteriori, impedir su contestación o crítica en diversos foros, incluida la Universidad. Por cierto, ¿quién dijo que la Universidad tenía que ser un motor de ideas? Pues vayámonos olvidando, porque en este caso se le intentará hacer funcionar –salvo que los investigadores y docentes en Derecho de familia lo impidamos‑ como mero órgano reproductor de una ideología determinada.
Quizá, lo más grave de este asunto de la juez de Denia es que, detrás de las críticas hacia su actuación y hacia su propia persona, se esconde una arrogante pretensión de definir los confines de la función del juez. Aplicando la doctrina anglosajona del “abrazo del oso”, a Laura Alabau se le está diciendo que, en tanto en cuanto cobra mensualmente un sueldo que proviene de las arcas públicas que le permite pagar la hipoteca y bajar a comprar al supermercado, no le está permitido introducir una sola nota discordante en la partitura normativa que se nos ha impuesto. Pues no, señores gobernantes: no sólo están confundiendo el Gobierno con el Estado (algo, por otra parte, muy típico de la izquierda en todo tiempo y lugar), sino también qué significa y qué implica la misión del juez. Como aprendí de Javier Hervada (“¿Qué es el derecho?”, 2002), “a la Facultad de Derecho se va a aprender a ser jurista”, es decir, a ser “un hombre [o mujer, por supuesto] que sabe derecho”. Y esto no consiste ‑aclarémoslo de una vez, sobre todo ahora que lo que está de moda es el universitario técnico‑ en el mero conocimiento de las leyes. Va mucho más allá. Un buen jurista conoce el verdadero significado de la palabra justicia, tal como la definieron los juristas romanos y la desarrollaron, entre otros, Aristóteles y Santo Tomás: la virtud de dar a cada uno lo suyo, su derecho, lo que le corresponde, lo que le es debido. Ello exige, por supuesto, saber de leyes; pero también ponderar, interpretar y analizar de modo crítico las normas que se deben aplicar en un caso concreto.
Esto, precisamente, es lo que ha hecho la juez de Denia. Puso frente a frente la Ley de matrimonio homosexual y el artículo 32 de la Constitución, y, echando mano de su fino criterio jurídico –al que Hervada se refiere como el “ojo clínico” del buen jurista‑, determinó que a este precepto no se le puede aplicar el socorrido recurso al “donde dije digo, digo Diego”. Es decir, si resulta que “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio”, es obvio que este derecho lo deben ejercitar ‘entre sí’. La condición ‘sine qua non’ es el principio de heterosexualidad. ¿Que quién dice eso? Muy sencillo: la Constitución y el sentido común. Decir lo contrario es interpretar nuestra Carta Magna de manera interesada, mezquina y torticera, moldeando la norma a nuestro antojo. Es como fundir una silla de forja, construirnos un taburete, y pretender todavía hacerlo pasar por silla.
Reitero: Laura Alabau es una juez valiente. Se negó a aplicar una ley de imposible encaje en la Constitución, por más que se empeñe en lo contrario el partido en el poder, sus socios y el grupo de presión que ellos mismos han creado y alimentado. Además, no quiso someterse a la ‘lobotomía intelectual’ que el Gobierno quiere practicar a nuestros jueces, que consiste en sustituir su espíritu crítico por un compendio legal formado por los Códigos civil y penal, las leyes que regulan sus procesos y otras normas de referencia; por supuesto, oportunamente comentadas, no vaya a ser que a los jueces les dé por interpretarlas a su libre albedrío. ¡Qué desfachatez, encima que les pagamos! Es decir, se buscan técnicos en leyes, y no juristas.
La juez de Denia se ha salido del sendero marcado. No sé si ha leído la obra de Calamandrei, pero sí estoy seguro de que no se encuentra entre los que aquel anciano magistrado jubilado denominaba “jueces indolentes, desatentos, desganados, dispuestos a detenerse en la superficie con tal de evitar el duro trabajo de perforación que tiene que emprender el que quiera descubrir la verdad”.
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* Doctor europeo en Derecho. Instituto de Ciencias para la Familia (Universidad de Navarra)
“Créame, la peor desgracia que podría ocurrirle a un magistrado, sería la de enfermar de ese terrible morbo de los burócratas que se llama el conformismo. Es una enfermedad mental, similar a la agorafobia: el terror de su propia independencia”. Esto es lo que en cierta ocasión le dijo un anciano magistrado a Piero Calamandrei, el reputado abogado italiano experto en Derecho procesal fallecido a mediados del pasado siglo. Y así lo reflejó el florentino en su maravillosa obra “Elogio de los jueces escrito por un abogado”.
Sin lugar a dudas, la ya famosa “juez de Denia” no padece tal enfermedad. Se llama Laura Alabau y es una juez valiente. ¿La recuerdan? Su nombre saltó a los medios de comunicación en el mes de julio cuando promovió una cuestión de inconstitucionalidad respecto a la ley que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo, dejando además en suspenso el expediente matrimonial de dos mujeres que solicitaron casarse. Y, como no podía ser de otra manera, desde diversos sectores sociales que dormitan al calor de la hoguera del partido en el poder se le dijo de todo menos hermosa. Abrieron el fuego desde el propio Ministerio de Justicia, secundados por no pocos miembros de la carrera judicial que muy enfurecidos afirmaban que los jueces del Registro Civil ejercen una función meramente administrativa y carecen por tanto de legitimación para promover cuestiones de esta índole. Tampoco faltaron quienes dijeron que un juez, en cuanto funcionario público, nada tiene –ni puede‑ que objetar en relación a la aplicación de una ley aprobada en Cortes. Y, pegando el tiro de gracia, algunos representantes del colectivo homosexual le colgaron sin piedad el cartel de “homófoba”, sambenito éste que adjudican tan alegre como injustamente a todo aquél que osa posicionarse en contra de esta ley, incluso ahora que ya ha entrado en vigor.
Permítanme que obvie las disquisiciones técnicas acerca de si plantear una cuestión de inconstitucionalidad entra dentro del ámbito de competencias de un juez del Registro Civil. A los ciudadanos de a pie lo que nos interesa es que alguien nos diga por qué se pretende hacer callar a Laura Alabau, lanzando además un mensaje –en forma de aviso para navegantes‑ a cualquier juez que en el futuro le dé por seguir sus pasos. ¿No les bastó con ignorar al Consejo General del Poder Judicial, al Consejo de Estado o a la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación cuando avisaron de que el Proyecto de ley de matrimonio homosexual era de dudosa constitucionalidad? Y, ¿no fue suficiente con acallar las voces de cientos de miles de personas que se manifestaron por las calles de nuestro país en contra de una norma que atenta gravemente los derechos de la familia? A la luz de los hechos, nada de lo anterior colmó una insaciable voluntad de, en primera instancia, imponer a cualquier precio su aprobación, y, a posteriori, impedir su contestación o crítica en diversos foros, incluida la Universidad. Por cierto, ¿quién dijo que la Universidad tenía que ser un motor de ideas? Pues vayámonos olvidando, porque en este caso se le intentará hacer funcionar –salvo que los investigadores y docentes en Derecho de familia lo impidamos‑ como mero órgano reproductor de una ideología determinada.
Quizá, lo más grave de este asunto de la juez de Denia es que, detrás de las críticas hacia su actuación y hacia su propia persona, se esconde una arrogante pretensión de definir los confines de la función del juez. Aplicando la doctrina anglosajona del “abrazo del oso”, a Laura Alabau se le está diciendo que, en tanto en cuanto cobra mensualmente un sueldo que proviene de las arcas públicas que le permite pagar la hipoteca y bajar a comprar al supermercado, no le está permitido introducir una sola nota discordante en la partitura normativa que se nos ha impuesto. Pues no, señores gobernantes: no sólo están confundiendo el Gobierno con el Estado (algo, por otra parte, muy típico de la izquierda en todo tiempo y lugar), sino también qué significa y qué implica la misión del juez. Como aprendí de Javier Hervada (“¿Qué es el derecho?”, 2002), “a la Facultad de Derecho se va a aprender a ser jurista”, es decir, a ser “un hombre [o mujer, por supuesto] que sabe derecho”. Y esto no consiste ‑aclarémoslo de una vez, sobre todo ahora que lo que está de moda es el universitario técnico‑ en el mero conocimiento de las leyes. Va mucho más allá. Un buen jurista conoce el verdadero significado de la palabra justicia, tal como la definieron los juristas romanos y la desarrollaron, entre otros, Aristóteles y Santo Tomás: la virtud de dar a cada uno lo suyo, su derecho, lo que le corresponde, lo que le es debido. Ello exige, por supuesto, saber de leyes; pero también ponderar, interpretar y analizar de modo crítico las normas que se deben aplicar en un caso concreto.
Esto, precisamente, es lo que ha hecho la juez de Denia. Puso frente a frente la Ley de matrimonio homosexual y el artículo 32 de la Constitución, y, echando mano de su fino criterio jurídico –al que Hervada se refiere como el “ojo clínico” del buen jurista‑, determinó que a este precepto no se le puede aplicar el socorrido recurso al “donde dije digo, digo Diego”. Es decir, si resulta que “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio”, es obvio que este derecho lo deben ejercitar ‘entre sí’. La condición ‘sine qua non’ es el principio de heterosexualidad. ¿Que quién dice eso? Muy sencillo: la Constitución y el sentido común. Decir lo contrario es interpretar nuestra Carta Magna de manera interesada, mezquina y torticera, moldeando la norma a nuestro antojo. Es como fundir una silla de forja, construirnos un taburete, y pretender todavía hacerlo pasar por silla.
Reitero: Laura Alabau es una juez valiente. Se negó a aplicar una ley de imposible encaje en la Constitución, por más que se empeñe en lo contrario el partido en el poder, sus socios y el grupo de presión que ellos mismos han creado y alimentado. Además, no quiso someterse a la ‘lobotomía intelectual’ que el Gobierno quiere practicar a nuestros jueces, que consiste en sustituir su espíritu crítico por un compendio legal formado por los Códigos civil y penal, las leyes que regulan sus procesos y otras normas de referencia; por supuesto, oportunamente comentadas, no vaya a ser que a los jueces les dé por interpretarlas a su libre albedrío. ¡Qué desfachatez, encima que les pagamos! Es decir, se buscan técnicos en leyes, y no juristas.
La juez de Denia se ha salido del sendero marcado. No sé si ha leído la obra de Calamandrei, pero sí estoy seguro de que no se encuentra entre los que aquel anciano magistrado jubilado denominaba “jueces indolentes, desatentos, desganados, dispuestos a detenerse en la superficie con tal de evitar el duro trabajo de perforación que tiene que emprender el que quiera descubrir la verdad”.
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* Doctor europeo en Derecho. Instituto de Ciencias para la Familia (Universidad de Navarra)
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